martes, 7 de julio de 2020

Mauricio Zapata García





Nace el 23 de Abril  de 1996 en SantaFé de Bogotá

PERFIL PROFESIONAL


Conocimientos y habilidades en promoción de cultura, lo que se ve reflejado en la participación y proposición de estrategias y herramientas que permitan aprovechar la cultura de una institución para compartirla con sus usuarios y funcionarios.

Desempeño eficiente en la organización documental en su proceso operativo: Ordenación cronológica de la documentación de acuerdo a la normatividad vigente.
Conocimientos en informática que contribuyen a un desempeño eficaz de mis funciones.


ESTUDIOS FORMALES

LICEO EL CASTILLO, Bogotá, Colombia
Bachiller Académico, 2012

UNIVERSIDAD DE LA SALLE, Bogotá, Colombia
Profesional en Sistemas de información, Bibliotecología y Archivística, 2018

UNIVERSIDADE DA CORUÑA (España)
Máster Universitario en Literatura, Cultura y Diversidad,
2019

SEMINARIOS, CONGRESOS, CONFERENCIAS:


Seminario internacional de Bibliotecología:
Didáctica e internacionalización de la disciplina en Latinoamérica. Abril de 2014 Universidad de La Salle, Bogotá Colombia.

Taller “El cubo de Kubrick: 6 formas de armar un relato”.
Mayo de 2014 Academia de Escritores. Bogotá Colombia.

II Seminario internacional de Bibliotecología: las bibliotecas frente al Desarrollo Sostenible. Mayo de 2015 Universidad de La Salle. Bogotá Colombia.

EXPERIENCIA LABORAL 

FUNDACION CASA DE LA MADRE Y EL NIÑO. Bogotá Colombia.
Periodo de Vacaciones Noviembre-2013 Enero- 2014
Auxiliar de Archivo


BIBLIOTECA UNIVERSIDAD EXTERNADO DE COLOMBIA. Bogotá Colombia.
Periodo por reemplazo (octubre 2015 – diciembre 2015)
Auxiliar de biblioteca – servicio al público y manejo de la colección 


BIBLIOTECA LICEO HERMANO MIGUEL LA SALLE. Bogotá Colombia. 2017-2018
Auxiliar de biblioteca – servicio al público y manejo de la colección 

RECONOCIMIENTOS

NOVENO CONCURSO NACIONAL DE CUENTO RCN - MINISTERIO DE EDUCACIÓN NACIONAL, Bogotá Colombia.
Ganador Edición 2015

XXIX CONCURSO NACIONAL UNIVERSITARIO DE CUENTO CORTO Y POESÍA – UNIVERSIDAD EXTERNADO DE COLOMBIA. Bogotá Colombia.
Segundo premio Edición 2016

CONCURSO NACIONAL DE CUENTO (EDICIÓN GANADOR DE GANADORES)
RCN – MINISTERIO DE EDUCACIÓN NACIONAL
Ganador Edición 2016

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Licencia de trabajo para morirse y otros relatos



Mauricio Zapata García (León Grushenko)


 2016

1.   Santo y seña Por: León Grushenko

La puerta está al final de un corredor revestido con cuadros de caras lánguidas, son hombres de mirada perdida y mujeres pesarosas con niños en los brazos. Ella avanza hasta la puerta con pasos mudos y golpea tres veces. No parece haber nadie adentro. La mujer vuelve a llamar, pero esta vez tamborileando con las uñas sobre la madera. Al cabo de unos segundos suena la cerradura, alguien pareció reconocer el segundo llamado. La puerta se abre lo suficiente para que una persona pueda entrar de costado y se escuche a una voz ajada decir: «Siga».
Adentro solo es visible otro cuadro iluminado por unas velas macilentas.

–¿Por qué no tocó con las uñas la primera vez? –dice el hombre que abrió la puerta–. En eso habíamos quedado, ¿se acuerda? Creí que era alguien más.
–Esta vez no vengo a quedarme –responde ella–. Solo quería decirle que ya no puedo seguir. ¿No se ha puesto a pensar en lo mal que está todo esto?
El hombre le pasa una mano por la mejilla y le habla con más ternura:

–No diga bobadas. ¿Es por lo que acabo de decirle? No lo tome así, es solo que me preocupa que la vean entrando acá. Venga, mejor sentémonos.
–No me ha respondido. ¿No le parece que esto está mal?

–¿Eso es lo que usted piensa? –pregunta él y la toma por la cintura–. Si es algo malo, ¿por qué lo ha estado haciendo? Ahora, si cree que el inmoral soy yo, dígamelo –ella niega con la cabeza–. Ah, ¿se da cuenta? Olvídese de eso.
El hombre empieza a besarla en la mejilla y le quita el velo de la cabeza. El ritual de besos continúa sobre el cuello desnudo, mientras ella se ríe por las cosquillas. La mujer le retira el alzacuello y él le suelta el broche del hábito. Ambos se aseguran de apagar todas las velas para que la mirada inquisitiva del santo del cuadro quede perdida en las tinieblas.

2.   Por carretera Por: León Grushenko

–¡Qué pasa, maldita sea! ¿No podemos ir más rápido? –le dije.

A veces siento vergüenza por la forma como traté a Rubén esa noche, aun cuando él fue el único de los vecinos que no estaba borracho por las fiestas y se ofreció a llevarnos en su camioneta. Malena iba en mis brazos, estaba pálida y más fría que el viento que entraba por la ventana. Yo le frotaba las mejillas y los brazos, y le hablaba al oído para no dejar que se fuera en un suspiro.
-No te vayas a dormir, bonita. Mira que en un rato llegamos.

Ella me miraba sin quejarse y me cogía la cara con sus manos de niña. «Presione la herida o la sangre se sale», me dijo Rubén mientras conducía. Entonces tuve que rasgar un pedazo del vestido de Malena para apretar fuerte donde su abdomen lloraba. Rubén pareció no creerme cuando le dije que nadie en la casa estaba con Malena cuando recibió el disparo, que estaba jugando sola en el patio.
–Malena, mírame; no te duermas –le dije, a lo que ella asentía con la cabeza–.
¿Te acuerdas del juego de los carros que hacemos en los viajes? Gana quien pueda contar más carros de un color. Vamos, tú coge los grises y yo los azules.
Me sentí estúpido al ver que no pasaba ningún carro. Cuando volví la cara hacia Malena, vi que el peso de los párpados le había ganado; pero antes de que pudiera reanimarla, algo estalló en el motor de la camioneta y nos detuvimos entre una nube de humo. Rubén maldijo y salió para ver si algún carro pasaba y nos recogía. No pasó ninguno. Entonces bajé de la camioneta con la niña en los brazos y empecé a caminar hacia donde debíamos haber seguido. Rubén trató de disuadirme diciendo que esperara otro rato, que el hospital todavía estaba muy lejos como para caminar. Yo le agradecí con apuro su amabilidad y seguí.
–¿Qué vamos a contar ahora? –me preguntó Malena con voz débil.

–Pasos –le respondí.

3.   Licencia de trabajo para morirse Por: León Grushenko.

El bolígrafo acechaba la hoja como un paracaidista principiante antes de lanzarse al vacío. Ya había diligenciado casi todos los campos del formulario para candidatos al puesto de contador, pero uno aún permanecía en blanco. Al comienzo, Jorge creyó haberse confundido por leer deprisa, sin embargo después lo confirmó: debajo de la fecha de nacimiento había un campo llamado «fecha de fallecimiento» con tres cuadros pequeños para escribir.
Al lado de él, otro hombre sentado llenaba el mismo formulario. Jorge estuvo atento a sus gestos para ver si el desconcierto por la pregunta era compartido; sin embargo, el hombre llenó sin sombra de dudas todos los campos del formulario, se puso de pie y fue a dejarlo con la mujer que los vigilaba detrás de un escritorio. Cuando el hombre salió de la habitación, Jorge aprovechó para acercarse a la mujer del escritorio y preguntarle qué se escribía en «fecha de fallecimiento».
–¿Cómo voy a decírselo? Usted es el único que decide cuándo morirse. Solo queremos saber cuánto tiempo piensa trabajar con nosotros –le dijo ella.
Sobre el escritorio, Jorge vio la otra hoja y alcanzó a leer la fecha que puso su contrincante para morir: 21/SEPT./2034. La mujer lo encontró husmeando y tomó la hoja para guardarla en una carpeta. Luego, con una mirada le indicó que debía regresar a terminar de llenar su formulario. Jorge volvió a su asiento para escoger el día de su muerte, el hecho de que le preguntaran eso le parecía absurdo, así que puso la primera fecha que se le ocurrió: 22/SEPT./2034. Cuando le entregó la hoja a la mujer, esta esbozó una sonrisa.
–Nos gusta que un empleado siempre esté dispuesto a dar más que los otros. Lo llamaremos para la firma del contrato –dijo la mujer, y luego agregó–, cuídese.
Cuando Jorge salió del edificio estuvo a punto de ser atropellado por una moto y por primera vez sintió el compromiso imperante de no morirse antes de tiempo.

4.   El último Por: León Grushenko

Llegó el día en que tuvo que hacerlo solo y el recorrido se le hizo más largo de lo que recordaba. Ya para ese momento la extensión de la pradera era incalculable y los intentos por medirla se hacían viendo la salida del sol por un extremo del horizonte y la retirada por el otro. Nunca había tenido que vérselas solo un cadáver. Cuando la pradera era más pequeña, los cuerpos eran cargados y enterrados con la ayuda de varios; con el tiempo eran menos los que ayudaban y más los hoyos que se necesitaban.
Antes de cubrirlo por completo con la tierra, el Hombre vio dentro de la fosa la cara del muerto, pálida pero aún familiar. Siempre creyó que sería su amigo quien habría de enterrarlo a él, y quien, además, tendría que lidiar con el hecho de quedarse abandonado allí para siempre. La tierra caía directamente en el cuerpo, sin paredes de madera que protegieran, absurdamente, la muestra más definitiva de lo inmune. Le resultaban infames los atavíos de la muerte. Cuando terminó de echar la tierra, construyó encima una cama de piedras. Ninguna tumba tenía placa o cruz, todas eran unas moles pedregosas consumidas por la hierba.
El trabajo estuvo terminado al cabo de un rato. El Hombre lanzó una mirada a la pradera y pensó que también la muerte había cumplido con su parte. Tardó un rato para reconocer su error; entonces se sintió la carne todavía caliente, la sangre haciéndole palpitar las sienes: se supo vivo. Aún faltaba una última visita de la muerte. Tomando otra vez la pala, el Hombre comenzó a cavar otro hoyo junto al sepulcro recién terminado. Lo hizo con calma pero sin descanso, de modo que para cuando hubo terminado, el sol ya se ponía. Desde adentro de la nueva fosa, el Hombre arrojó hacia afuera la pala y esta hizo ruido al caer del otro lado. Se acostó en el suelo y vio arriba de sí un hoyo que daba al cielo descubierto, una ventana por la que cruzaban los últimos pájaros del mundo. El sol se terminó de poner y el Hombre cerró los ojos, esperando con toda el alma a que, por piedad,  la tierra le cayera encima sola.

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Fricción 

Por: Mauricio Zapata García


“¡Ramiro!”, gritó antes de que yo saliera de allí para siempre. Tuve que dejarla e irme porque no lo soportaba un segundo más. Me había hartado completamente de los hospitales y de sus diagnósticos de ambigua esperanza, porque lo mío no aguardaba esperanzas, mi caso era hierba mala a la que se extirpa de la tierra sin miramientos. La partida fue rápida e indolora, como debería ser cualquier inyección; la aguja entro por mi piel ante la mirada compasiva del doctor y el gesto desentendido de la enfermera, pude sentir una corriente fría abrirse paso por mis venas y adormecer todo lo que encontraba a su paso: primero los dedos de manos y pies, y luego las extremidades. El líquido fue colmando cada rincón de mi cuerpo hasta dejar a mi razón como blanco último. Cuando mis pensamientos se vieron finalmente nublados, mis párpados sucumbieron y pude descansar.
En mi último momento de lucidez me pareció estar viéndome veinte años atrás en la misma situación, con la diferencia de que aquella vez era yo quien veía a papá despedirse desde una cama de hospital. A él la enfermedad lo consumió con más piedad, lo diagnosticaron cuando yo aún era niño, pero hizo un acuerdo con mamá en el que no me contarían hasta que estuviera en edad de asimilarlo. El pacto se vino abajo meses después, no porque uno de los dos hubiera faltado a su palabra, sino porque la ausencia de papá en la casa causada por sus tratamientos lo estaba delatando. Yo sabía que papá llegaba de trabajar cuando oía la fricción pedregosa de los neumáticos de su carro contra la grava de la entrada; de inmediato bajaba las escaleras corriendo y salía a recibirlo. Una vez que empezó los tratamientos se redujeron los recibimientos en la entrada. Treinta y cinco años más tarde  me diagnosticaron a mí.
No sé si la muerte sea igual para todos, como tampoco sé si a todas las personas les espera el mismo destino después de esta. No me refiero al Paraíso o al Infierno, sino a sus presentaciones, porque evidentemente el Cielo no está tapizado con calles de oro. Al salir de la habitación del hospital no encontré túnel alguno, ni siquiera una luz que me guiara hacia otro lugar. Aparecí entonces en un lugar que se había extraviado en los recovecos de


mi memoria. Estaba vacío y cambiado, quizás por el paso del tiempo o simplemente por amagos involuntarios de olvido. Cada rincón de la casa parecía evocar algún recuerdo enmarañado que terminaba diluyéndose en su atmósfera densa y enigmática. Las palabras pronunciadas se desintegraban sílaba por sílaba y reinaba de nuevo el silencio. La casa se había convertido en un infierno con fachada de Edén. Cuando estaba empezando a convencerme de que pasaría la eternidad en esa penitencia irónica, lo escuché. Reconocí ese sonido por encima de todo lo demás en esa extraña casa; fue como el primer chorro helado que sale de la regadera y te deja despierto por el resto del día. Era la fricción de los neumáticos de un carro contra la grava de la entrada. Sonó unos segundos y luego se detuvo, alguien se bajó del carro y caminó hasta la puerta, pude percibir desde el interior su silueta dibujada en el vitral abigarrado de la puerta. El visitante introdujo la llave y abrió la puerta. En ese instante supe bien adónde había llegado.


Bogotá, julio de 2015.

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